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El Mundo Arabe

jueves, 16 de octubre de 2014

La niña que vivía con las gacelas

En las secas tierras del norte de África vivía un hombre llamado Muftah, que tenía un hijo y una hija. El hijo se llamaba Demba y la niña Halima. Eran una familia que, como muchos marroquíes, seguía las enseñanzas del profeta Mahoma, y eran muy buena gente.
Al poco tiempo de nacer Halima su madre se puso enferma y falleció. Su padre estaba muy apenado, pero sabía que tenía que cuidar de su hijo y de su nueva hija. A medida que pasaban los años, Halima se parecía cada vez más a su madre, y este parecido confortaba a su padre.
Un día, cuando Halima tenía unos 15 años, se padre le anunció que tenía que marchar a un largo viaje para obtener suministros para su negocio. Preparó su equipaje en su caravana de camellos llevándose todo lo necesario de comida, agua, ropa y tienda de campaña para la dormir y guarecerse. La noche antes de su partida ofreció a su hijo Demba que le acompañase en el viaje. Él sabía que así su hija Halima quedaría sola en casa sin nadie que la cuidase, pero Demba se estaba haciendo hombre y necesitaba comenzar a llevar a cabo tareas de adulto. Como suelen hacer todos los padres preocupados, le dio a Halima una lista con instrucciones precisas: no debía ir al mercado mientras él estaba fuera, tampoco se le permitía dejar entrar a nadie en la casa, y le pidió al Muecín de una mezquita cercana que le trajera alimentos a Halima diariamente, y de paso vigilar que todo fuera bien.
A la mañana siguiente, Muftah se puso en camino con la total confianza de que su hermosa hija estaría bien cuidada.
Muftah no llevaba fuera más que un día cuando el Muecín apareció por primera vez. Llamó a la puerta, y cuando Halima abrió, le dio una cesta llena de comida. Luego le preguntó si podía entrar y cenar con ella. Halima recordó las instrucciones de su padre, y aunque el Muecín era un hombre religioso, de la Mezquita, su padre le había encomendado específicamente no dejar a nadie entrar, por lo que le dijo que no podía traspasar la puerta.
Cada día el Muecín volvía a llevarle Halima comida, y cada día le preguntaba que si podía entrar. Finalmente, cerca del día de la vuelta de su padre, el Muecín le dijo a Halima que si no le dejaba entrar y consentía en casarse con él, le diría a su padre que había ido al mercado todos los días sin llevar su velo y que también lo había desobedecido llevando a gente a su casa. Halima no quería casarse, y sobre todo, no quería casarse con un hombre tan malvado. Además, sabía que su padre no creería tales mentiras.
Sin embargo, cuando llegaron noticias al pequeño pueblo de que la caravana de su padre estaba solamente a medio día de jornada de llegar, el Muecín corrió a encontrarles. Le contó al padre exactamente lo que le había dicho a Halima que le diría, que había ido al mercado sin su velo todos los días y que había invitado a gente a casa para estar con ella. Muftah estaba enfurecido, pensaba que cómo su hija, a la que él había educado para ser una persona respetuosa, había podido desobedecerle de esa forma. Ella había traído la vergüenza a la familia y, como era costumbre, Muftah sabía que ella no podría seguir perteneciendo a la familia.
“Demba”, le dijo a su hijo, “adelántate y coge a tu hermana, llévala lejos, adentrándote en el desierto, y mátala”. Su corazón estaba destrozado, porque amaba a su hija, pero sabía que debía actuar de ese modo, puesto que esas eran las leyes de aquellas tierras.
Demba fue obediente y corrió a casa adelantándose a la caravana. Cuando llegó a la casa, cogió a Halima y la subió a su camello. Corrieron durante minutos antes de que ninguno de ellos pronunciara una palabra. Al poco tiempo, Demba le dijo a Halima, de forma acusadora: “¿Cómo has podido tener una conducta tan vergonzosa? Los ojos de Halima se agrandaron y miró a su hermano llorando: “El Muecín es un hombre malvado, no puedo creer que padre haya hecho caso a esas terribles mentiras”
“Entonces, ¿no es verdad?”, preguntó Demba.
“No”, respondió Halima, y Demba hizo parar al camello.
“No puedo desobedecer a nuestro padre, pero no puedo matar a mi hermana cuando ella no ha hecho nada malo. ¡Corre, corre y aléjate por el desierto y no vuelvas a casa nunca! ¡Que Alá te proteja!”
Halima se bajó del camello.
“Dame tu vestido”, le dijo Demba. “Mataré un animal pequeño y mancharé con su sangre tu vestido para que padre crea que estás muerta”
Halima hizo lo que su hermano le decía y vio alejarse a su hermano. Entonces se sentó cobijándose en unos arbustos y comenzó a llorar. Llegó la noche y acabó quedándose dormida. A la mañana siguiente, cuando despertó, estaba rodeada de gacelas. Se puso de pie, un poco asustada. Sus cabellos, que antes le llegaban a mitad de la espalda, ahora le cubrían todo el cuerpo y la protegían del ardiente sol. Una de las gacelas dio un paso al frente y habló:
“Hemos estado observándote”, dijo, “sabemos de tu problema y nos gustaría invitarte a vivir con nosotros”.
Halima aceptó inmediatamente y las gacelas la cuidaron ofreciéndole el calor de sus cuerpos en las noches frías, la alimentaban con las hierbas que recolectaban y con la leche que ellas mismas producían. Halima pensaba a menudo en su casa, pero se encontraba feliz con las gacelas.
Un día, un rico y guapo príncipe estaba cazando gacelas y vio una extraña figura entre ellas, que parecía una mujer. Paró el caballo que montaba y esperó a que su siervo le alcanzara. “¿Qué ves allí?”, le preguntó a su criado, que abrió los ojos con sorpresa al descubrir lo que el príncipe ya había visto.
“Parece una mujer corriendo entre las gacelas, mi señor”, dijo.
“Sí”, respondió el príncipe. “Quizás es una mujer, o quizás es un duende, o algo parecido, es realmente grandiosa”
“Majestad”, le dijo el sirviente, “podríamos descubrir si es realmente humana u otro tipo de criatura extraña utilizando couscous. Pondremos dos cuencos con couscous en un sitio en el que ella los pueda encontrar, uno con sal y otro sin sal. Si ella es humana, seguramente tomará el couscous salado”.
El príncipe aceptó y el plan fue puesto en acción. Luego él y sus sirvientes se escondieron en los arbustos cuando ella se aproximó a los cuencos. Probó de los dos y comenzó a comer del cuenco que contenía el couscous  salado. Un ligero ruido en los arbustos hizo que se incorporara, vio al príncipe y comenzó a correr. No pasó mucho tiempo antes que el príncipe la alcanzara. La agarró y la subió a su caballo.
Secretamente, ella se sentía encantada de haber sido encontrada, especialmente por un príncipe tan guapo.
Poco después el príncipe y Halima se casaron y fueron una pareja muy feliz, excepto por un pequeño detalle: durante todo el tiempo que Halima había vivido con las gacelas, se le había olvidado hablar, y se comunicaba exclusivamente con movimientos y gestos.
Pasaron los años, el príncipe se convirtió en rey y Halima tuvo un niño muy hermoso al que amaba con locura. El adivino del rey observó cuanto quería Halima al niño e ideó un plan para devolverle el don de la lengua. Un día en el que ella estaba sentada con el bebé en los brazos se lo arrebató a la madre y corrió con él hacia la ventana. Mantuvo al bebé sujeto por debajo de los bracitos como si fuera a dejarlo caer al abismo.
“No le hagas daño a mi bebé”, gritó Halima. El adivino inmediatamente devolvió el niño a su madre y le explicó que no era su intención hacerle daño. Desde aquel día Halima fue capaz de hablar de nuevo, y todo fue muy bien hasta que un día el visir del rey se puso enfermo y murió. El rey no podía gobernar su reino sin un visir, por lo que rápidamente encontró a alguien para que ocupara su lugar.
El nuevo visir era egoísta y mala persona, y tenía la intención de arrebatarle el poder al rey y gobernar en el país. Observó a los habitantes del reino diariamente hasta que al final ideó un plan malvado: Se daba cuanta de cuanto se amaban el rey y Halima, todos los días observaba que cuando se sentaban y comían su couscous juntos para desayunar, el rey sonreía cálidamente a su esposa y ella le devolvía la sonrisa con una mirada de amor. La mejor forma de causar conmoción en el país sería destruir su felicidad.
Una noche, cuando el reino dormía, el malvado visir entró en la habitación del pequeño principito. Agarró al niño y, escondiéndolo debajo de sus ropajes, escapó con él. A la mañana siguiente, cuando Halima fue a ver si su hijito se había despertado, no lo pudo encontrar.
“¡OH, no!”, pensó, “cuando el rey se dé cuenta que ha perdido a su hijo se enfurecerá, debo irme antes de que lo descubra”.
Al darse la vuelta para irse, se dio cuenta que había un turbante tirado en el suelo, al lado de la cama, y lo reconoció como el turbante del visir. Se dio cuenta inmediatamente de lo que había pasado, y abandonó el reino y se fue a un pueblo cercano, donde se disfrazó de hombre y consiguió trabajo en una posada.
Pasó el tiempo y se organizó un gran torneo de caza en el pueblo donde Halima vivía. Por una extraña coincidencia, su padre Muftah, su hermano Demba, el malvado muecín, el rey y el perverso visir, todos se fueron a pasar la noche a la posada donde Halima trabajaba. Los reconoció al momento, pero ellos no la reconocieron a ella, puesto que llevaba ropas de hombre.
“La cena está casi lista, mis buenos amigos”, anunció. “Mientras que esperan, les voy a entretener con un cuento”. Los hombres se sentaron, y así lo hizo también Halima.
“Érase una vez, hace muchos años, que vivía una hermosa joven muy feliz en su pequeña casa. Su padre tuvo que viajar a una ciudad muy lejana y ella se quedó sola en casa. Su padre no le preocupaba porque había dejado al muecín de la mezquita a cargo de ella, pero lo que su padre no sabía es que el muecín era un hombre perverso, y cuando volvió a casa se encontró con un montón de mentiras que le contaron sobre su hija, mentiras que él creyó. La hija fue condenada a muerte, que debía ser llevada a cabo por su hermano. Pero nuestro cuento no termina aquí: Su hermano era un buen chico y obediente, pero no fue capaz de matar a su hermana, por lo que en lugar de darle muerte, la abandonó en el desierto y mató un pequeño animal para manchar con su sangre el vestido blanco que llevaba la muchacha. Su padre se sintió satisfecho de que su hija no pudiera avergonzar nunca más a su familia, y la vida continuó. Mucho tiempo después la muchacha fue encontrada por un rey que estaba de caza, viviendo entre las gacelas. El rey la capturó, la llevó a su palacio y se casó con ella. La chica le dio un hijo y todo era felicidad en su reino hasta que un malvado visir se apoderó del bebé. La reina sabía que el rey se enfadaría, por lo que ella escapó antes de que el rey se diera cuenta de que su hijo faltaba”.
Halima vio las  atónitas expresiones en las caras de los hombres, entonces se quitó el turbante y sacudió su sedosa cabellera.
“¡Halima!, gritaron los cinco hombre. Inmediatamente Muftah, Demba y el rey se dieron cuenta de todo lo que había pasado. Se abalanzaron sobre el malvado muecín y el perverso visir, y no pasó más que un momento antes de que fueran enviados a las mazmorras donde pasaron el resto de sus días.
El visir les contó que el pequeño príncipe estaba viviendo en casa de un anciano a las afueras de la ciudad y pronto fue devuelto a sus padres. Su vuelta se celebró con grandes festejos y el rey proclamó que ninguna gacela podría ser matada en sus tierras excepto en el caso que el cazador estuviera muriéndose de hambre, y nunca más se olvidó que fueron estos gentiles animales los que habían salvado la vida de la reina.

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