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El Mundo Arabe

jueves, 16 de octubre de 2014

Tislet e Isli

Hace muchos años, el jefe de la tribu Ait Haddidou anunció el nacimiento de su hija, Tislet. En su honor, el jefe declaró que se organizarían grandes festejos, “no se escatimarán gastos”, anunció a los habitantes del pueblo, “será una celebración como la que nunca ha habido”.
Cuando llegaron los días de los festejos, la gente del pueblo reconoció que el jefe era en realidad un hombre de palabra: desde el amanecer hasta la puesta del sol de ese día, la gente del pueblo se reunió bajo un parasol de palmeras, cantando canciones tradicionales y bailando los ritmos de los vientos del Atlas. Cuando el sol se puso sobre las dunas la gente de la tribu levantó los vasos llenos de té de menta para brindar por la vida larga y feliz de la niña.
Pero no acababan de tomar el primer sorbo de té, cuando la adivinadora del pueblo se abrió paso entre la muchedumbre, dirigiéndose directamente hacia la hijita del jefe. A nadie le sorprendió que examinara la manita de la niña y anunciara que la niña crecería y se convertiría en una persona amable y cariñosa. Unos pocos levantaron las cejas, sin embargo, cuando la adivinadora declaró que la niña sería un día más hermosa que la lluvia de la primavera. “Demasiada belleza”, murmuraron entre ellos, “es cosa peligrosa”. Sin embargo, nadie se esperaba sus palabras finales: “Esta niña está destinada a casarse con el hijo de nuestro mayor enemigo”.
Los cánticos y los brindis terminaron de golpe; todos quedaron de piedra al conocer el destino de la niña.
Nadie estaba tan aturdido como el jefe mismo, que había luchado durante mucho tiempo contra su enemigo Berebere del sur y lo odiaba con una venganza envenenada.
Inmediatamente, los consejeros del jefe le abordaron. “Quizás”, le aconsejaron, “Tislet debería ser asesinada”. Un matrimonio de la hija del jefe con su enemigo Berebere sin duda conduciría a una guerra más amarga y más larga, “¿no era mejor sacrificar una sola vida, antes de poner en peligro la paz en la región?”
El jefe permaneció en silencio y su esposa se arrojó a sus pies, pidiendo compasión por su hija. Justo en el momento en el que el jefe iba a anunciar su decisión, uno de los familiares de su mujer, que estaba intrigado por lo que había dicho la adivinadora sobre la belleza de la niña, intercedió:
“No le hagáis daño, tan pronto como alcance la edad adecuada, yo me casaré con ella, me la llevaré al norte, y allí, nunca podrá poner los ojos sobre el hijo de nuestro enemigo, y nuestro pueblo estará seguro”.
Las lágrimas inundaron los ojos del jefe, que rodeó con sus brazos al familiar. La posibilidad de ver a su hija sacrificada, aunque fuera por una buena causa, habría arrasado su alma más profundamente que cualquier herida de guerra.
“La vida de la niña se salvará”, murmuró. Luego, en voz alta, declaró: “Tislet será alejada del pueblo, vivirá en lo alto de las montañas, lejos de la gente, hasta que llegue el día de su boda. Nuestra tribu vivirá en paz”.
La fiesta terminó. Despacio y en silencio, la gente volvió a sus hogares, no muy convencidos de que incluso siendo un jefe bueno y noble, él fuera capaz de ganarle la batalla al destino.
Durante muchos años, Tislet vivió en una cueva en lo alto de las montañas del Atlas, con la única compañía de una doncella. Al principio su madre la iba a visitar cada semana, y su padre acudía también cuando no se lo impedían sus deberes en el pueblo. Aunque eran felices al verla, el dolor de dejarla era aún mayor. Cada vez que volvían al pueblo se les hacía más difícil. Se vieron incapaces de soportar tal tristeza, y sus visitas se hicieron menos frecuentes.
Tislet no era del todo infeliz, era una niña amable y alegre que hacía amistades con cada flor, hormiga, incluso serpiente y cada estrella.
Un día, cuando Tislet tenía doce años, vio una paloma blanca volando sobre ella. “Buenos días, Lalla”, le dijo a la paloma. Al decirle adiós a la paloma, una flecha voló atravesando el cielo y derribó a la paloma. Tislet corrió hacia el animal herido, lo recogió y lo acunó en sus brazos. Un chico moreno de ojos verdes apareció detrás de un arbusto. Tenía uno o dos años más que Tislet, y llevaba un arco y unas flechas. “¿Fuiste tú el que hizo esto?”, le preguntó Tislet enfadada y llorosa. El chico estaba atontado por la belleza de la chica. “Lo siento”, respondió, “no sabía que era tu paloma”. El chico tomó la paloma de los brazos de la niña y le dijo que no estaba malherida y que trataría de curarle el ala. Al ver que él lo sentía de verdad, Tislet se ablandó y antes de que terminara el día ella y el chico, que se llamaba Isli, eran grandes amigos. Cada día al mediodía, Isli se escapaba de su pueblo para ir a ver a Tislet. Le lanzaba una señal desde debajo de su cueva y al oírlo Tislet se escapaba de la vigilancia de su doncella y corría a encontrarse con Isli.
Un día, cuando Isli subía a la montaña vio a Tislet salir de la cueva gritando: “¡Padre!”. La vio correr hacia un hombre que subía por la montaña del otro lado. Llevaba un traje de la tribu Ait Haddidou, la tribu enemiga de la de Isli. El chico quedó atónito y con lágrimas en los ojos corrió montaña abajo, jurando que nunca más volvería a ver a Tislet. Mientras tanto, el padre de Tislet la cogió de la mano y dijo: “hija, tengo noticias, ha llegado el momento de que te cases con nuestro pariente. Él te llevará lejos, hacia el norte, donde podrás vivir en un pueblo y formar una familia, y serás feliz”.
Tislet quedó callada y su padre continuó: “El matrimonio tendrá lugar dentro de dos días”.
Cuando su padre se fue, Tislet corrió montaña abajo, buscando a Isli, pues no podía estar separada de él, era el chico que amaba. durante horas vagó por las montañas, llamándolo, pero no pudo encontrarlo. Al anochecer, volvió a la cueva y lloró hasta quedarse dormida.
Al día siguiente, Tislet esperó a Isli al mediodía, pero una vez más, él no apareció. Por la noche, estaba frenética, y se dio cuenta de que sólo había una cosa que podía hacer: escapar. Si es que no podía estar con Isli, no se casaría con ningún otro hombre. Pero al recoger sus cosas y algo de comida para el viaje, oyó un sonido familiar. Encantada, corrió fuera de la cueva y al ver a Isli, se arrojó en sus brazos. Tislet le contó lo que su padre le había dicho, y que el matrimonio iba a tener lugar al día siguiente. “Debo huir”, le dijo, “No me casaré con nadie, excepto contigo”.
“Yo juré que nunca más te volvería a ver”, le contestó Isli, “pero no puedo vivir sin ti”. Entonces él le contó todo acerca de la larga enemistad de sus familias. “Nuestras familias nunca nos dejarán casarnos, nuestros padres son los peores enemigos”, Isli dijo.
Durante toda la noche estuvieron planeando su escapada: correrían hacia el oeste, hacia el océano. Construirían una hermosa casa de barro y piedra, y tendrían cinco hijos: tres niños y dos niñas.
Al salir el sol, Tislet e Isli se quedaron dormidos sobre una roca, y no se dieron cuenta de que un grupo de hombres ascendía lentamente la montaña.
Cuando su padre vio a Tislet dormida en brazos de Isli, se arrojó sobre él con rabia ciega. Pero Isli pudo esquivar los golpes de su jefe y corrió.
“Me voy tras él”, dijo el jefe, “coge a la chica y llévatela de aquí”, le dijo al pariente.
Tislet lloraba amargamente, y soltándose del pariente, corrió tan rápido como pudo. Cuando ya no pudo más, se detuvo, pero sus lágrimas no las podía detener, lloró tanto que se formó una piscina de agua alrededor de sus pies, y la tierra comenzó a desmoronarse. Al caer en la tierra mojada, Tislet gritó: “¡Isli!”, y la palabra se multiplicó en el eco de las montañas.
En pocos minutos, se había formado todo un lago en el lugar en el que ella estaba, y en la distancia, Isli oyó su voz. “¡Tislet!”, gritó él a su vez. Sabía que estaba muriendo, y comenzó a llorar con tal amargura que la tierra se abrió a sus pies y él cayó al abismo. El jefe observó perplejo cómo el chico se hundía en el lago de sus propias lágrimas. “Verdaderamente, amabas a mi hija”, dijo el jefe. Y despacio, comenzó a caminar hacia el lugar en que había visto a su hija por última vez. Se arrodilló al lado del lago, y durante muchos días permaneció allí, murmurando entre lágrimas: “Perdóname”.
El jefe más adelante decretó que a ninguna hija de su tribu se la obligaría a casarse contra su voluntad. En honor a Isli y Tislet declaró que se celebraría un festival cada año durante el que los chicos y las chicas jóvenes de todo el Atlas se reunirían para encontrar el verdadero amor. El festival todavía se celebra hoy en día.

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