Hace muchos años, el jefe de la tribu
Ait Haddidou anunció el nacimiento de su hija, Tislet. En su honor, el
jefe declaró que se organizarían grandes festejos, “no se escatimarán
gastos”, anunció a los habitantes del pueblo, “será una celebración como
la que nunca ha habido”.
Cuando llegaron los días de los
festejos, la gente del pueblo reconoció que el jefe era en realidad un
hombre de palabra: desde el amanecer hasta la puesta del sol de ese día,
la gente del pueblo se reunió bajo un parasol de palmeras, cantando
canciones tradicionales y bailando los ritmos de los vientos del Atlas.
Cuando el sol se puso sobre las dunas la gente de la tribu levantó los
vasos llenos de té de menta para brindar por la vida larga y feliz de la
niña.
Pero no acababan de tomar el primer
sorbo de té, cuando la adivinadora del pueblo se abrió paso entre la
muchedumbre, dirigiéndose directamente hacia la hijita del jefe. A nadie
le sorprendió que examinara la manita de la niña y anunciara que la
niña crecería y se convertiría en una persona amable y cariñosa. Unos
pocos levantaron las cejas, sin embargo, cuando la adivinadora declaró
que la niña sería un día más hermosa que la lluvia de la primavera.
“Demasiada belleza”, murmuraron entre ellos, “es cosa peligrosa”. Sin
embargo, nadie se esperaba sus palabras finales: “Esta niña está
destinada a casarse con el hijo de nuestro mayor enemigo”.
Los cánticos y los brindis terminaron de golpe; todos quedaron de piedra al conocer el destino de la niña.
Nadie estaba tan aturdido como el jefe
mismo, que había luchado durante mucho tiempo contra su enemigo Berebere
del sur y lo odiaba con una venganza envenenada.
Inmediatamente, los consejeros del jefe
le abordaron. “Quizás”, le aconsejaron, “Tislet debería ser asesinada”.
Un matrimonio de la hija del jefe con su enemigo Berebere sin duda
conduciría a una guerra más amarga y más larga, “¿no era mejor
sacrificar una sola vida, antes de poner en peligro la paz en la
región?”
El jefe permaneció en silencio y su
esposa se arrojó a sus pies, pidiendo compasión por su hija. Justo en el
momento en el que el jefe iba a anunciar su decisión, uno de los
familiares de su mujer, que estaba intrigado por lo que había dicho la
adivinadora sobre la belleza de la niña, intercedió:
“No le hagáis daño, tan pronto como
alcance la edad adecuada, yo me casaré con ella, me la llevaré al norte,
y allí, nunca podrá poner los ojos sobre el hijo de nuestro enemigo, y
nuestro pueblo estará seguro”.
Las lágrimas inundaron los ojos del
jefe, que rodeó con sus brazos al familiar. La posibilidad de ver a su
hija sacrificada, aunque fuera por una buena causa, habría arrasado su
alma más profundamente que cualquier herida de guerra.
“La vida de la niña se salvará”,
murmuró. Luego, en voz alta, declaró: “Tislet será alejada del pueblo,
vivirá en lo alto de las montañas, lejos de la gente, hasta que llegue
el día de su boda. Nuestra tribu vivirá en paz”.
La fiesta terminó. Despacio
y en silencio, la gente volvió a sus hogares, no muy convencidos de que
incluso siendo un jefe bueno y noble, él fuera capaz de ganarle la
batalla al destino.
Durante muchos años, Tislet vivió en una
cueva en lo alto de las montañas del Atlas, con la única compañía de
una doncella. Al principio su madre la iba a visitar cada semana, y su
padre acudía también cuando no se lo impedían sus deberes en el pueblo.
Aunque eran felices al verla, el dolor de dejarla era aún mayor. Cada
vez que volvían al pueblo se les hacía más difícil. Se vieron incapaces
de soportar tal tristeza, y sus visitas se hicieron menos frecuentes.
Tislet no era del todo infeliz, era una
niña amable y alegre que hacía amistades con cada flor, hormiga, incluso
serpiente y cada estrella.
Un día, cuando Tislet tenía doce años,
vio una paloma blanca volando sobre ella. “Buenos días, Lalla”, le dijo a
la paloma. Al decirle adiós a la paloma, una flecha voló atravesando el
cielo y derribó a la paloma. Tislet corrió hacia el animal herido, lo
recogió y lo acunó en sus brazos. Un chico moreno de ojos verdes
apareció detrás de un arbusto. Tenía uno o dos años más que Tislet, y
llevaba un arco y unas flechas. “¿Fuiste tú el que hizo esto?”, le
preguntó Tislet enfadada y llorosa. El chico estaba atontado por la
belleza de la chica. “Lo siento”, respondió, “no sabía que era tu
paloma”. El chico tomó la paloma de los brazos de la niña y le dijo que
no estaba malherida y que trataría de curarle el ala. Al ver que él lo
sentía de verdad, Tislet se ablandó y antes de que terminara el día ella
y el chico, que se llamaba Isli, eran grandes amigos. Cada día al
mediodía, Isli se escapaba de su pueblo para ir a ver a Tislet. Le
lanzaba una señal desde debajo de su cueva y al oírlo Tislet se escapaba
de la vigilancia de su doncella y corría a encontrarse con Isli.
Un día, cuando Isli subía a la montaña
vio a Tislet salir de la cueva gritando: “¡Padre!”. La vio correr hacia
un hombre que subía por la montaña del otro lado. Llevaba un traje de la
tribu Ait Haddidou, la tribu enemiga de la de Isli. El chico quedó
atónito y con lágrimas en los ojos corrió montaña abajo, jurando que
nunca más volvería a ver a Tislet. Mientras tanto, el padre de Tislet la
cogió de la mano y dijo: “hija, tengo noticias, ha llegado el momento
de que te cases con nuestro pariente. Él te llevará lejos, hacia el
norte, donde podrás vivir en un pueblo y formar una familia, y serás
feliz”.
Tislet quedó callada y su padre continuó: “El matrimonio tendrá lugar dentro de dos días”.
Cuando su padre se fue, Tislet corrió
montaña abajo, buscando a Isli, pues no podía estar separada de él, era
el chico que amaba. durante horas vagó por las montañas, llamándolo,
pero no pudo encontrarlo. Al anochecer, volvió a la cueva y lloró hasta
quedarse dormida.
Al día siguiente, Tislet esperó a Isli
al mediodía, pero una vez más, él no apareció. Por la noche, estaba
frenética, y se dio cuenta de que sólo había una cosa que podía hacer:
escapar. Si es que no podía estar con Isli, no se casaría con ningún
otro hombre. Pero al recoger sus cosas y algo de comida para el viaje,
oyó un sonido familiar. Encantada, corrió fuera de la cueva y al ver a
Isli, se arrojó en sus brazos. Tislet le contó lo que su padre le había
dicho, y que el matrimonio iba a tener lugar al día siguiente. “Debo
huir”, le dijo, “No me casaré con nadie, excepto contigo”.
“Yo juré que nunca más te volvería a
ver”, le contestó Isli, “pero no puedo vivir sin ti”. Entonces él le
contó todo acerca de la larga enemistad de sus familias. “Nuestras
familias nunca nos dejarán casarnos, nuestros padres son los peores
enemigos”, Isli dijo.
Durante toda la noche estuvieron
planeando su escapada: correrían hacia el oeste, hacia el océano.
Construirían una hermosa casa de barro y piedra, y tendrían cinco hijos:
tres niños y dos niñas.
Al salir el sol, Tislet e Isli se
quedaron dormidos sobre una roca, y no se dieron cuenta de que un grupo
de hombres ascendía lentamente la montaña.
Cuando su padre vio a Tislet dormida en
brazos de Isli, se arrojó sobre él con rabia ciega. Pero Isli pudo
esquivar los golpes de su jefe y corrió.
“Me voy tras él”, dijo el jefe, “coge a la chica y llévatela de aquí”, le dijo al pariente.
Tislet lloraba amargamente, y soltándose
del pariente, corrió tan rápido como pudo. Cuando ya no pudo más, se
detuvo, pero sus lágrimas no las podía detener, lloró tanto que se formó
una piscina de agua alrededor de sus pies, y la tierra comenzó a
desmoronarse. Al caer en la tierra mojada, Tislet gritó: “¡Isli!”, y la
palabra se multiplicó en el eco de las montañas.
En pocos minutos, se había formado todo
un lago en el lugar en el que ella estaba, y en la distancia, Isli oyó
su voz. “¡Tislet!”, gritó él a su vez. Sabía que estaba muriendo, y
comenzó a llorar con tal amargura que la tierra se abrió a sus pies y él
cayó al abismo. El jefe observó perplejo cómo el chico se hundía en el
lago de sus propias lágrimas. “Verdaderamente, amabas a mi hija”, dijo
el jefe. Y despacio, comenzó a caminar hacia el lugar en que había visto
a su hija por última vez. Se arrodilló al lado del lago, y durante
muchos días permaneció allí, murmurando entre lágrimas: “Perdóname”.
El jefe más adelante decretó que a
ninguna hija de su tribu se la obligaría a casarse contra su voluntad.
En honor a Isli y Tislet declaró que se celebraría un festival cada año
durante el que los chicos y las chicas jóvenes de todo el Atlas se
reunirían para encontrar el verdadero amor. El festival todavía se
celebra hoy en día.
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